25 diciembre 2007

¿Feliz Navidad?

Illa dormía. Estaba cansada. Esa tarde había estado jugando con sus amigos Mickey, Xenda, Gala, Iza, Ada... Hasta había conocido a un gato!
Cuando Illa abrió los ojos tres humanos la rodeaban. Se sobresaltó un poco pero enseguida se repuso. Los humanos no eran una amenaza. Te dan de comer, juegan contigo, te cuidan cuando estás enferma...
Uno de los hombres, de gran barba blanca, se dirigió a ella y le dijo: “Illa mira” y señaló hacia la ventana convertida en un gran escaparate. E Illa vio: en urnas de cristales pequeños cachorros de perro de distintas razas y algún que otro gato, miraban, curiosos, a las criaturas del otro lado del cristal que los señalaban, agitaban las manos frente a sus hocicos o golpeaban ligeramente el cristal. Algunas veces, una mano abría la urna para llevarse a algún cachorro. Otras veces esas mismas manos ponían agua, cambiaban los periódicos o daban comida. Algunos cachorros se golpeaban contra los cristales. Illa no entendía. Sus ojos interrogantes iban de un hombre a otro. ¿Qué hacían esos cachorros en esas cajas? ¿Dónde estaban sus madres? ¿Por dónde corrían o jugaban? ¿Y su sofá para dormir?
Otro de los hombres, de gran barba dorada, puso su mano sobre Illa y volvió a señalar hacia la ventana. Illa vio ahora cómo unas personas se llevaban uno de los cachorros de las urnas de cristal. Illa oía los gritos de los que se quedaban en la tienda. De pronto, el cachorro estaba en una casa donde lo querían, jugaban con él, lo sacaban a pasear, lo llevaban al veterinario... Estas imágenes reconfortaron a Illa. Se relajó. En ese momento la familia llevaba al perro en el coche. “De paseo al monte”, pensó Illa. Por eso no entendió por qué el coche arrancaba dejando al perro atado a un árbol, chillando, desesperado por soltarse y volver a su casa, a su familia. Illa empezó a sentir verdadero miedo.
El último hombre, de piel negra, giró sus brazos y todo cambió. Illa ya no estaba en su casa, sino en la calle, en una carretera. A su lado, un perro intentaba acercarse a la cuneta arrastrándose sobre sus patas traseras. No podía andar. Sangraba. Illa podía sentir su dolor. Unas personas caminaron hacia el perro, lo levantaron en el aire y lo tiraron a la parte trasera de una pequeña furgoneta. Illa ya no vio más, no pudo ver más y, en ese momento, la perra que nunca ladraba, ladró. Las imágenes de su propia vida se agolpaban en su cabeza: su madre abandonada en el monte, ella y sus hermanas naciendo en una cueva, las personas que las fueron a recoger, su vida en la ciudad, sus amigos... Los tres hombres la miraban. Illa sintió calor y se dio cuenta de que de nuevo estaba en casa, a salvo. “Ves Illa, no todas las historias son como la tuya pero tú eres la prueba de que es posible”. “Illa, Illaaaaaaa, espabila!!!!!”. Illa abrió los ojos y corrió hacia el árbol de navidad donde los Reyes Magos le habían dejado sus regalos. “Es posible, Illa” se repitió